domingo, 23 de septiembre de 2012

ESTIMADO AMIGO

La historia comienza un primer día de semestre, de un semestre académico. Ellos van y vienen, se cruzan por los pasadizos que simulan  un jirón de pueblito andino en día de fiesta y nuestros nombres se mueven en papeles que registran un menú de horarios. He de confesar que cada inicio de ciclo es un volver a empezar, una nueva oportunidad programada y esperada para iniciar un viaje de dieciseis semanas, un espacio de tiempo suficiente que hace posible tener contacto con otras vidas y seguir sorprendiéndose del entusiasmo que existe en aquellos que ocupan los mismos pupitres, semestre tras semestre, año tras año.

Habrían transcurrido unas tres semanas, cuando al terminar una clase y dirigirme a otra, una voz que se hacía cada vez más cercana, decía:

- ¡Profesor, profesor!
- Si, dígame – respondí.
- Me gustaría poder ayudarle, no sé, en lo que Ud. diga.
- ¿De qué ciclo es usted? –  le pregunto.
- Del tercer ciclo.
- Bueno, sigamos y permítame ver su participación en clase en las sesiones que vienen – le dije. – Después volveremos a conversar.
- ¡Sí, está bien¡ - dice él.

Una sonrisa, una gran sonrisa marcaba tu rostro. Sentí como si él supiera que yo le diría que sí, pero que me hacía el que dudaba y la verdad, en aquel breve dialogo, una extraña sensación me tomaba por asalto.

Las siguientes clases vinieron y con ellas las prácticas y trabajos. Él siempre estuvo presente, presente y puntual,  y cuando se dio la oportunidad de demostrar un ejercicio, se ofreció para hacerlo. Sorpresa mayor fue el  que antes de dirigirse hacia la pizarra, abrió un estuche y sacó sus propios plumones.  La resolución fue impecable y fue la confirmación de que podría darle un sí a su pedido inicial, sólo que habría que esperar para precisar detalles de cómo me asistiría.

A todo eso, paralelamente mi labor por las mañanas era liderar de un equipo de trabajo que venía desarrollando un proyecto para una institución del Estado. Luego de algunos contratiempos, me urgía la necesidad de contar con un personal que ayudara al equipo a procesar unos cuadros en hojas de cálculo excel. Recuerdo que hice el comentario por la noche en el salón de clase y me fui a buscar a algún estudiante del octavo semestre. Cuando salía del salón, Julio Cesar levanta la mano y me dice que él puede hacerlo pero yo insistí en buscar a uno del octavo. Tras la búsqueda sin resultado, regreso al salón; Julio Cesar sonreía, sonreía   como quien espera su turno pacientemente seguro de su suerte. La suerte fue mía.

Al día siguiente ya estaba él en la oficina a la hora fijada y yo tenía todo dispuesto para que lo recibieran; aquel día tenía otras diligencias. Se sumó con facilidad al trabajo y en pocos días ya conocía a todos los compañeros de trabajo; su desempeño era sin duda, muy bueno. Día tras día empezamos a compartir el trabajo de la mañana y el estudio por las noches. Empezó la amistad.

Y así los días, los fines de semanas, los intercambios de archivos por la madrugada, las siempre puntuales comunicaciones para coordinar el trabajo, así era Julio Cesar.

Hubo un fin de semana en que se hizo necesario que todos los equipos de trabajo se quedarán de amanecida para presentar un informe al ministerio, él se ofreció de propia iniciativa y tuvimos la primera discrepancia y para ser exacto, la única:

- No, no Julio Cesar, te vas a casa a descansar- le dije.
- Pero me puedo quedar, varias veces lo he hecho en el trabajo de mi hermano – dice él.

Le quedé mirando; lo veía como un hermano menor que buscaba su espacio y la defensa de su deseo hizo que accediera. A media madrugada, le busqué un lugar cómodo de descanso y a su despertar, mientras el resto tomaba café, a él lo esperaba un desayuno que incluía un buen jugo. Aquel evento me puso otra evidencia: tenía alguien por quien preocuparme.

Los meses pasaron, los informes se entregaban por las mañanas y por las noches un semestre iba terminando. Era respetuoso hasta para pedir permiso los días en que tenía que dar exámenes. El coordinaba con sus amigos de clase el horario para  estudiar juntos, el trabajo en equipo y la constante coordinación también se hizo suyo.

Luego de los exámenes parciales y de un breve descanso, quiso retomar su apoyo y así lo  hizo. Pero esta vez teníamos que estar con todo el equipo de trabajo en los ambientes del ministerio lo cual implicaba levantarse temprano para estar 8:30 am. Yo salía de casa a las 6:10 y pasaba por él a las 6:20 am para luego desayunar antes de la hora de entrada.

Como verán, mi estimado Julio Cesar se hizo parte de mi círculo inmediato, nos hicimos amigos y sin embargo, siempre tenía claro que para mí era también una gran responsabilidad. Quince años de diferencia es una vida para valorar y así él lo apreciaba.

Este último fin de semana seguimos con la nueva dinámica hasta el día jueves 20. El viernes 21 por la noche decidió ir a la facultad, su plan era simple: mientras  yo hacía la clase, él avanzaría en un espacio del salón, unos archivos para trabajarlos en la oficina el sábado por la tarde.

Llegó el sábado 22, llegó la tarde y él no lo haría. Un mensaje en  mi correo decía:

BUENOS DIAS SOY UN PRIMO DE CESAR QUE VIVE CON EL, LAMENTO INFORMARLE QUE MI PRIMO ACABA DE FALLECER EN LA MADRUGADA ...

Un par de llamadas y finalmente la confirmación de parte de su hermana: Julio Cesar había fallecido en la madrugada del sábado 22 por su problema de asma. Lágrimas, cólera, impotencia, todo eso se mezclaba en mi interior. Siempre he predicado que se ha estar preparado para todo, descubrí que no lo estaba. ¡¿Y quién lo está?! Lo que vino fue para mí inimaginable. Ya en su casa y después de dos horas de viaje, sostenía con mis manos a una madre que lloraba sobre un cajoncito blanco en cuyo interiro descansaba su hijo. Ver cómo las manos de ella intentaban penetrar el vidrio para tocar su hijo es simplemente indescriptible. Mi amigo Julio Cesar, ahora yacía con los ojos cerrados, en silencio;  yo, destrozado.

Vino la calma, una calma  breve y recorrí su casa intentando imaginarlo en su diario andar. Una sorpresa más: en su cuarto, en un pequeño librero estaba el libro que a inicios de setiembre le había obsequiado; tomé el libro y le dedicaría unas palabras finales, le dejaba mis lágrimas y  mi eterno agradecimiento.

Desde aquí mi estimado Julio Cesar, yo, José Antonio Chumacero Calle, un hombre que no cree en dioses  que moran en cielos o infiernos, hasta el último día de mi vida en que mis huesos se unan a esta tierra peruana, te estaré agradecido, por siempre agradecido y permíteme decirte que te extraño amigo, te extraño, ESTIMADO AMIGO.


José Antonio Chumacero Calle.

Este aprendiz de brujo comprende que solo diste un paso adelante.